Eduardo Martin

Tras el íbice de Altái

Cadena Montañosa: Montañas Altái
Zona: KHOVD
Altura: 2501 - 3000
Organizador: MONGOL TOUR- MEZDI
Eduardo Martin

Ibex del Altái

Las montañas del Altái, cuna de antiguas civilizaciones nómadas y frontera natural entre Rusia, Mongolia, China y Kazajistán, son un territorio donde la historia y la naturaleza se funden en una sola leyenda. Allí, entre cumbres que rozan los 4.500 metros, se cree que surgieron pueblos turcos y que los escitas forjaron su espíritu guerrero. Su nombre, Altái, significa “Montaña de Oro”, y no es casualidad: sus valles guardan desde hace milenios petroglifos, tesoros arqueológicos y relatos transmitidos de generación en generación.

El paisaje es salvaje y grandioso: bosques interminables de alerces, glaciares que descienden como lenguas de hielo, gargantas profundas y llanuras que parecen infinitas. El clima es implacable, con vientos que cortan la piel y amaneceres teñidos de fuego. En este escenario mítico habita el ibex del Altái, un animal legendario, símbolo de resistencia y dureza, capaz de desafiar las pendientes imposibles y las nieves perpetuas.

A estas montañas llegamos, movidos por la pasión de la caza y el deseo de medirnos con un entorno que parece detenido en el tiempo.


La cacería en estas tierras no se presenta como la más exigente físicamente, pues los todoterrenos permiten avanzar hasta los 2.500 metros. Pero el verdadero desafío se encuentra en la paciencia, en la estrategia y en el instante en que, tras divisar un grupo, llega el momento de decidir si uno está a la altura del lance.

El tercer día amaneció con un aire distinto. Nos levantamos a las 4 de la madrugada, atravesando la oscuridad durante dos horas en coche hasta alcanzar la base de las montañas. Allí, el amanecer nos sorprendió con un espectáculo de fuego: un cielo rojizo que incendiaba el horizonte. Pero la belleza tenía su contrapartida: un frío cortante y un viento feroz que hacía dudar a cualquiera de asomarse.

Continuamos con el coche y pronto avistamos un grupo de ibex. Entre ellos se distinguían varios machos grandes que, al percibirnos, arrancaron en veloz estampida. Era hora de abandonar la comodidad del vehículo. Preparamos mochilas y rifles, y comenzamos la ascensión. El aire se hacía más delgado, el terreno más duro, pero la emoción del reto nos empujaba hacia adelante.

Tras una hora de subida llegamos a un punto estratégico. Allí, en la profundidad de una garganta, volvimos a localizarlos. Entre ellos destacaba un macho oscuro. Estaba a 380 metros, pero el viento rugía con tal violencia que cualquier disparo sería temerario. Dudé, y preferí no tentar al destino: no fallar y espantarlos era más importante que un lance precipitado.

Subimos hacia la cumbre, bordeando la montaña y bajando después por una pendiente empinada. Cada paso era un pulso contra la montaña. Nos asomamos varias veces sin ver nada, hasta que de pronto apareció un ibex a escasos 100 metros. Era joven, y volvió a ocultarse. La espera se hizo eterna. Entonces, un cuerno asomó en la distancia: apenas a 120 metros, la silueta de un macho imponente emergía entre las rocas.

Me concentré en él, conteniendo la respiración. Primero mostró el cuerno, después la cabeza, luego el cuello… hasta que por fin apareció medio cuerpo. El tiempo se detuvo. Apunté, ajusté… y disparé.

El ibex rodó por la ladera mientras escuchaba el grito del guía: “Perfect shot!”. La euforia nos invadió, nos abrazamos con fuerza. Llamé al hijo de Luis, que también había estado a tiro, pero un accidente con su mochila le impidió disparar. Una pena, pues el destino nos había ofrecido la posibilidad de un lance compartido entre padre e hijo.

Descendimos hasta la pieza. Era un macho viejo, oscuro, de unos trece años, posiblemente aquel mismo que habíamos visto al amanecer. Su porte era majestuoso, digno de respeto. Las cicatrices en su cuerpo y brechas en sus cuernos atestiguaban la historia de un verdadero monarca.  Lo fotografiamos, y regresamos al coche más felices que unas castañuelas.


Los días siguientes nos regalaron experiencias que iban más allá de la caza. Visitamos un poblado nómada donde criaban caballos y yaks. Nos recibieron con hospitalidad, invitándonos a té con leche y quesos caseros, y mostrándonos sus águilas reales. Aquellas aves, lanzadas al vuelo con señuelo, eran la viva representación de la grandeza de las estepas. Pudimos sostenerlas con el guante de cetrero y sentir su poder ancestral en nuestras manos.

Incluso cabalgamos junto a ellos. Luis, que nunca había montado, terminó encabritado sobre un caballo que parecía salido de un rodeo. Fue un instante de pánico que terminó en risas, apodándole para siempre “el jinete de Puertollano”.

Más tarde intentamos pescar truchas en el río, aunque la suerte no nos acompañó. El viaje concluyó en Ulán Bator, donde visitamos el museo de la naturaleza y admiramos con asombro el récord de Mongolia: un argali de 72 pulgadas, colosal, un verdadero monumento vivo a la montaña.

Dormimos en la capital y al amanecer emprendimos el largo retorno a Madrid. Como siempre en estas aventuras, el cuerpo regresaba exhausto, pero el espíritu se traía consigo la gloria de la montaña y el recuerdo imborrable de días intensos. Volver a casa, con la familia y los amigos, cerraba el círculo de un viaje épico.

Galeria del informe

Argalí record de 72 pulgadas. Un sueño de trofeo
Yurta tipica de la región
Mi Altai, por fin!!
Cófrade

Eduardo Martin

La búsqueda de sensaciones nuevas de lugares desconocidos, el campo la dificultad el esfuerzo eso es lo que me hace liberar endorfinas y sentirme mejor.

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